Por Walter Gerardo Greulach
El sol acariciaba las laderas, estimulando al arroyuelo que, serpenteando cantarín entre los peñascos, se unía al rio allá abajo. Marzo del 2019, plena época de deshielo en las altas cumbres mendocinas y, como venía aconteciendo últimamente, debido al marcado cambio climático, la cantidad de nieve acumulada en el invierno era inferior a la de la temporada pasada. Esto permitía que zonas que habían estado por milenios ocultas, aparecieran ahora libres de hielo.
Matizando un cielo rabiosamente azul, una docena de cóndores planeaban en lo alto. Nerviosos ante el acontecimiento perturbador de sus rutinas. Sus ojos enfocaban el inusual escenario. Un par de escarbadoras recogiendo los restos de roca dejados por explosivos recientemente detonados. Un grupo de trece uniformados colaborando en la faena y, como a unos setenta metros, José, Julio y Javier Torres, parecían hallarse sumamente entretenidos con las actividades. Esa mañana bien temprano los mapuches habían salido a buscar un grupo de chivas extraviadas días atrás. No tenían la más pálida idea de lo que gendarmería podía estar haciendo allí, en el medio de la nada, a ciento y pico de kilómetros del retén San Gabriel y a como diez leguas del paso Cajón del Maipo.
El mayor Vílchez los observó enojado, exclamando con un potente vozarrón que retumbó hasta escapar a cielo abierto:
—¡Alférez Pichinini, venga inmediatamente para acá!
El colorado empalideció ante el grito de su superior. Tras subirse los pantalones que traía a mitad de nalgas y largar la piqueta, se acercó a los tropezones.
—¿Dígame jefecito?
—¿No te dije que me acordonaras la zona y que nadie se arrimase a chismear?
—Si mi mayor.
—Entonces… ¡qué carajos hacen esos tres guevones allá arriba!
El fastidiado oficial le hizo señas para que se apurase y volvió a posar su atención en la estructura de metal que comenzaba a aparecer, asomando brillante bajo el macizo rocoso. Parecía de acero y no tenía ni un rasguño, pese a las dinamitas que habían estallado a su alrededor. No era, ni por asomo, lo que pensaba encontrar.
Cuando el comandante Urtizaga le encomendó la tarea, pidiéndole reserva absoluta, se dio cuenta de que ni el mismísimo capo de la XI estaba bien al tanto de lo que se trataba. Su celular sonó a las diez de la noche, dos semanas atrás, justo cuando jugaba su adorado Godoy Cruz por la copa Libertadores.
—Vílchez, atendeme bien. Sos la persona de más confianza y capacitación para resolver este problemita que nos ha surgido. Quiero pedirte un gran favor, —le dijo con tono paternal.
Roberto supo inmediatamente que no se trataba de un favor. Era una orden y le sería imposible negarse.
—Diga jefecito.
—Haciendo el relevamiento de un posible camino internacional, encontramos una estructura sepultada bajo la montaña. El sonar indica que se trata de algo grande. Quiero que vos y tu gente dinamiten la montaña y encuentren la entrada. Eso sí, total secreto por ahora. Necesito que entres solo y me hagas un detallado inventario de lo que encuentres.
—¿Tienen idea de lo que puede ser?
—Estamos manejando dos posibilidades: un depósito de mercadería contrabandeado de Chile; o drogas, armas, quizás hasta dinero lavado.
—¿En lo más recóndito de la cordillera, bajo tierra y sin una entrada visible?
—¿Bien raro, no? —dijo carraspeando el comandante—. Si no hubiese sido por lo de la ruta, nunca lo hubiésemos descubierto.
Para el mayor Vílchez existían varios elementos que no encajaban en lo que de a poco iba saliendo a la luz a fuerza de bombazos. Sentado en la enclenque silla y bajo una carpa que brindaba cualquier cosa menos sombra, el hombre meditaba confundido.
Tras secarse la transpiración con un sucio y arrugado pañuelo, se preguntó: «¿Quién habría construido esa fenomenal estructura de metal? ¿Cómo podía ser que la puerta estuviese enterrada bajo un metro de roca? ¿Por dónde accedían al interior? ¿Qué material era ese, hierro, una rara aleación? ¿Por qué no se había encontrado un camino, o una senda que condujese hasta allí? Al menos una pista de aterrizaje, un helipuerto.»
—¡Usa el sentido común betito! — exclamó en voz alta. Le resultaba estúpido pensar que hubiese mercadería contrabandeada, armas, droga, o algo por el estilo. Esta gigantesca caja, ¿de acero?, debe haber estado sepultada allí por siglos, tal vez milenios. Solo así podía explicarse la capa de roca que la cubría.
Alberto Sebastián Vílchez, era todo menos un improvisado, sabía bien de lo que hablaba. Un buen conocedor de estructuras edilicias. Se enlistó en la fuerza apenas tres años después de graduarse de ingeniero civil y nunca había dejado de estudiar y perfeccionarse. De allí la confianza que el alto mando de gendarmería depositó en él para esa misión.
Atardecía ya cuando la entrada a la misteriosa construcción quedó al descubierto. En un par de parlantes enchufados al celular del alférez Pichinini, sonaban Los Nocheros. Mientras se acercaba al conteiner metálico, Vilchez le indicó que bajara un poco el volumen. Tras pararse a un par de metros, lo estudió con detenimiento. La excitación le hacía abrir grande los ojos y respirar agitado. Sin lugar a dudas, se encontraba frente a un descubrimiento que cambiaría radicalmente su vida.
La emoción duró poco. Estaba frente a una pequeña portezuela de, a lo sumo, dos metros por uno. Ninguna inscripción la identificaba, solo poseía un pequeño panel, de unos quince por quince centímetros, ubicado en el medio, del lado derecho. Veinte teclas lo adornaban y sobre cada una de ellas, un signo irreconocible. Abrir esa fortaleza, por lo menos hoy, le iba a resultar imposible y deseaba ser él quien lo hiciera, sin participación de nadie más. Bufó decepcionado y a punto de marcharse, su altímetro emocional dio un sacudón. En la parte inferior derecha de la puerta y casi tapada completamente por el polvo rocoso, existía una línea de signos con su equivalente en puntos. Se le antojó al instante que allí estaba la clave de apertura.
Fue más simple de lo esperado, el símbolo y un punto indicaban que era ese el primer botón a tocar y así sucesivamente, hasta llegar a los veinte símbolos y los veinte puntos. Sin duda estaba diseñado para que cualquiera, con tres gramos de sesos, lo abriera. «Pero… ¿por qué? y ¿para qué? ¿Qué diablos habría adentro?», pensaba por enésima vez el ingeniero al tocar la tecla final. Entonces, suavemente, con solo un apenas perceptible siseo del mecanismo, la puerta comenzó a abrirse.
El mayor de gendarmería Alberto Sebastián Vílchez carraspeó nervioso, entrecerrando los ojos ante la oscuridad que enfrentaba. Aspiró profundamente mientras se ponía el barbijo y agarraba la linterna. Tras aclararle a sus subalternos, con potente vos de mando, que no quería a nadie más fisgoneando allí adentro, junto coraje y entró.
Mientras sus ojos se adecuaban a la escasa luminosidad, el cerebro del mayor comenzó a elucubrar las posibilidades ante él desplegadas. Presentía un hallazgo sensacional, un descubrimiento único dentro de esa estructura metálica. «¿Cuál sería si no el sentido de tamaña fortaleza bajo los Andes? ¿Un tesoro antiquísimo de una civilización perdida? O en el caso, y el no abonaba la hipótesis, de tratarse de un depósito utilizado en la actualidad, debería, si o si, encontrarse una puerta secreta de fácil acceso que comunicara con el exterior».
Entonces lo acometió el temor por la existencia de algún dispositivo de seguridad que lo hiciese volar en pedazos al intentar el ingreso. Era raro… rarísimo que se activara el mecanismo de apertura tan fácilmente. Como si estuviera allí intencionalmente, esperando a que algún desconocido llegase. Contuvo el aliento y aguardó unos segundos, no hubo explosión, ni ruido, ni movimiento alguno. Antes de caminar unos cuantos pasos, pestañó tres o cuatro veces, apretando con fuerza los parpados para aclarar la visión. Aun sus ojos no podían distinguir nada. El sudor empapaba su frente y no era producto del calor, sino del miedo. De repente había tomado conciencia de lo estúpido e insensato de esta acción solitaria. La curiosidad, pero más que nada la ambición, podrían resultarle fatales.
Otra vez el siseo, ahora a su espalda, le escarchó el corazón. La caja se estaba cerrando. Esos segundos que consumió en la desesperada carrera por los cuatro metros distantes de la salida, le parecieron eternos. La puerta se deslizaba mucho más rápido que antes. Justo cuando el último haz luminoso proveniente del exterior se extinguía, las yemas de sus dedos tocaron el metal.
Por diez minutos quedó pegado a la abertura, sin moverse ni un milímetro. Torrentes de adrenalina inundaban venas y arterias. Un terror nunca sentido, mudo, atroz, lo mantenía petrificado. Al fin junto ánimo y relajando sus músculos, cayó sentado con sus omóplatos pegados a la puerta.
—¡Tranquilo Betito! —dijo en voz alta con la respiración entrecortada. —Aclara tus ideas, serénate. Vendrán a rescatarte pronto.
El alférez Pichinini estuvo a su lado cuando descifraba el código. Lo comentaron entre ellos. Seguro que en estos momentos tecleaban la clave sobre el tablero. «¿Pero por qué mierda se tardaban tanto? Un niño de jardín podría hacerlo sin problemas».
El absoluto silencio lo desquiciaba. Llegaban a sus tímpanos hasta los mínimos sonidos. La respiración, que abría y cerraba sus pulmones. Los latidos descompasados de su corazón. El simple roce de las manos al moverse contra el aire. El transcurso del tiempo hacia germinar un incómodo e indeseado pensamiento: «¿y qué si la puerta está diseñada para abrirse solo una vez? ¿Y qué si estaba adentro de una ratonera gigante? Pero… ¿por quién y para qué había sido creada?»
Quince minutos más tarde gateaba rumbo a la dirección desde donde inició su inútil carrera. Sus manos tanteaban el suelo buscando la linterna que, en su desesperación, arrojó por los aires media hora atrás. Se maldijo por dejar el teléfono bajo la carpa. Señal no tendría allí adentro, por supuesto. Solo lo habría usado en modo linterna.
Los diversos pedazos del aparato que fue hallando, acabaron con su esperanza. Se sentó hecho un ovillo y temblando escondió su cabeza entre las rodillas. Imbuido en un pesimismo total, llegó a la conclusión que moriría en el silencio y la oscuridad. Sin saber nunca que carajos contenía la caja. Nadie lo iba a echar de menos. Hijo único, divorciado y odiado por su ex, sin descendencia alguna, y con sus padres enterrados media década atrás.
«¿Qué lo mataría primero? ¿La falta de oxígeno o de agua y comida?» Más temprano, al abrirse la puerta, lo sorprendió el espesor de la pared, más de un metro de metal macizo, fácilmente. No iban a poder traspasarla. Por lo menos antes de una semana y pico, con mucha suerte. Para ese entonces lo encontrarían ya culo pa’ riba. Una curiosa y desubicada idea pinceló en su rostro una sonrisa. Nunca llegaría a ver a su Godoy Cruz campeón, ni a Messi ganando un mundial o aunque sea una copa América.
Reinició la gateada rumbo al fondo de la caja. Cada vez sentía más frio. Se agotaba fácilmente, deteniéndose cada tanto por unos minutos. El aire, súper viciado, le acuchillaba el pecho. Tras cada inhalación la garganta emitía un esforzado silbido. El reinicio le insumía mayor esfuerzo. Y lo más desesperante era el no encontrar nada. La caja parecía putamente vacía. Estaba a punto de dejarse morir, con la triste conclusión de que perdería la vida por nada, cuando le pareció ver allí adelante un trazo amarillo fluorescente. «¿Estaría delirando? ¿Sería eso solo una ilusión óptica?» Entonces se acercó para presionar con fuerza el borde, apenas elevado, de la curiosa línea.
Unos reflectores, de luz azul clara, se encendieron. Emplazados en el techo, iluminaban una especie de banqueta negra ubicada dentro de un cono transparente. Este poseía, aproximadamente, unos cuatro metros de alto por metro y medio de diámetro en su base. En el frente se vislumbraba una puerta con un panel idéntico al ya por él conocido. Giró 360 grados estudiando su alrededor. A no ser por esa enigmática figura geométrica, el lugar se encontraba vacío.
Le dolían hasta los pelos, estaba exhausto y con la mente embotada. No tenía idea cuanto tiempo había consumido gateando de un lado a otro de la caja. Se incorporó estremecido por una sucesión de calambres en las pantorrillas acompañadas por una constante taquicardia. El aire le escaldaba el pecho. Tras avanzar tambaleando, se detuvo frente al cono, centrando sus ojos en la formula situada a sus pies. Tap, tip, tap, fue tecleando los veinte símbolos y la puerta inicio su movimiento. El oxígeno le entró a borbotones insuflándole vida nuevamente. Una vez sentado, bajó los parpados buscando serenarse. Allí la temperatura era perfecta y el aire… «¡ahhhh que delicia el aire limpio!» Descansó como media hora, sin ganas de abrir los ojos, sintiendo como sus pensamientos fluían libremente. Por primera vez, desde que quedara prisionero, el miedo ya no lo acompañaba, el ritmo de sus latidos se estabilizaba.
Al alcance de la mano, apenas arriba de su cabeza, observó un gran botón rojo. Sobre él, una caja, ahora abierta, le ofrendaba una especie de pequeña mascara que se conectaba, con una manguerita, a la base del asiento. Un leve zumbido lo hizo alzar la vista. La punta del cono ensartada allá en el techo, era rodeada por círculos luminosos concéntricos que giraban a gran velocidad. «¡Algo se está activando», pensó alarmado. «Esto luce como una especie de transporte, de vehículo. ¿Pero cómo funciona?» Llegó entonces a la conclusión de que esa era la entrada secreta tan buscada y su único pasaporte a la libertad.
—¡Qué sistema más sofisticado que crearon estos hijos de puta! —exclamó sorprendido por el nivel tecnológico de los autores.
Acercó la máscara lentamente y con temor la apoyó contra su cara. Esta se movió cobrando vida, agrandándose hasta encajar perfectamente.
—¡Guauuuu impresionante. Qué sea lo que Dios quiera! —musitó, mientras oprimía con ganas el botón.
Una pantalla holográfica se desplegó a su alrededor. De ella emergieron una serie de rayos purpuras que lo atravesaron de pies a cabeza, como si lo estuviesen escaneando. Un bipeo y cientos de símbolos emergían titilando frente a sus ojos, parecía que en algún lugar se estuviera recabando información sobre su persona.
—¿Qué mierda es todo esto? —dijo Vilchez más intrigado que aterrado.
La silla se movió, amoldándose a sus nalgas y un respaldar increíblemente anatómico se pegó a su espalda y nuca. De él surgieron como una decena de correas que lo inmovilizaron. Las paredes del cono se nublaron, tornándose rojizas y un penetrante zumbido lo hizo perder el sentido.
—Es un espécimen verdaderamente interesante —acotó el encargado del zoológico estelar, rascándose con un tentáculo la protuberancia izquierda sobre su cuarto ojo.
El otro asintió entusiasmado, estudiando a Alberto Sebastián Vilchez, que yacía desvanecido y desnudo sobre una especie de colchón azul cobalto.
—Nunca me imaginé que aun pudiesen quedar esta clase de bípedos inteligentes vivos en el universo señor. Los creía ya extintos.
Rodeados por un campo magnético traslucido, un enfermero trabajaba con sus ocho extremidades tratando de reanimar a la flamante adquisición.
—Esta jaula fue puesta hace ya casi un millón de años (uso la nomenclatura terrestre para darles una correcta idea del tiempo mis estimados lectores). Nunca volvimos a aquel remotísimo planeta. No había rastros de vida inteligente por entonces y lo olvidamos totalmente.
—Una excelente incorporación para nuestro zoo, jefecito. Tendremos, sin lugar a dudas, que regresar muy pronto a aquel mundo para traer un puñado de estos hermosísimos ejemplares. Mañana habrá que informar la novedad del colosal hallazgo a la comunidad científica.
Foto: stux de Pixbay

Walter Gerardo Greulach
Nació en Jaime Prats, Mendoza, República Argentina.
Se recibió de técnico en propaganda y publicidad y Licenciado en Comunicación social en la Universidad Nacional de Córdoba.
Sus primeras armas en la profesión las hizo como crítico teatral, productor de revistas barriales y conductor de programas de entretenimiento en pequeñas emisoras radiales.
La década de los noventa lo encuentra en Aruba, isla del Reino Holandés, donde colaboró asiduamente a través de artículos con publicaciones locales y extranjeras.
Desde el 98 está radicado en Miami y es columnista en diarios y revistas digitales.
Sus cuentos se pueden encontrar en diversas antologías.
En el 2008 publicó El Guionista de Dios…¿o del Diablo?, su primera obra.
En junio del 2011 sacó un libro de cuentos fantásticos y de ciencia ficción, Awqa Puma, Temporizador.
Durante el 2017 salieron en Amazon: la novela corta Asesino Serial del Año y sus libros de cuentos El Libro de los estados de ánimo y Nueve segundos.
En el 2018 publicó dos selecciones de relatos: El rival de Dios y Perfil triste sobre Bourbon street.
En estos momentos se encuentra trabajando en su primera novela larga, El quijote verde, un triller ecológico.
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