Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

CRONISTAS ÓMICRON: Última noche roja

Carlos Federici nos trae su inquietante relato "Última noche roja"

Por Carlos M. Federici

POCO DESPUÉS de oirse el ulular tristón del abulí  —repique redundante de una inalterada soledad—, Drak Ul abandonó el abrigo de su caverna y se impulsó hacia lo alto mediante vigorosos movimientos de alas.

Noche a noche sucedía igual, y aunque Drak Ul no medía el tiempo según criterios cronológicos, el peso de la reiteración acumulada comenzaba a agobiarlo, cual miríada de diminutos parásitos que se adhiriesen a su cuerpo velludo, ágil y dotado de cierta oscura belleza.

En un ritual que acaso proviniera de la más honda Raíz Universal, Drak Ul describía graciosas parábolas e intrincados arabescos, confundiéndose con el fondo negro del firmamento. Algunas veces interceptaba la roja luz que emanaba de las tres lunas, y entonces se podían distinguir sus discos, como espectros difusos y tenues, a través de la sutil membrana de las alas desplegadas. 

Planeaba con ancestral destreza, sin que el más leve rumor turbara la calma del aire nocturno; durante prolongado lapso se obstinaba en aquel vuelo, que obedecía a una compulsión tan antigua y medular que ni siquiera concebía contradicción.

—Quizás sea esta noche —musitó, en su lenguaje de ultrasonidos.

Mucho más arriba, las luminarias sempiternas parpadeaban como de costumbre, transitando sus rutas respectivas, mientras las tinieblas iban diluyéndose en pos de la fatalidad de un nuevo amanecer… De súbito, un punto incandescente se destacó entre los demás: las pupilas carmesíes de Drak Ul reflejaron su insólito resplandor creciente.

El aluvión emocional estuvo a punto de asfixiarlo. Sobrecogido de repentina debilidad, no pudo mantener abiertas las alas, de manera que se posó en un risco, sin apartar los ojos de aquel móvil fulgor.

Una secreción espesa le colmó las fauces, rebasando el dique de los colmillos.

—¿Será que al fin llegaron? —jadeó, entre crispaciones de todo el cuerpo—. ¿Se calmará mi sed?…

*****

–LO TENGO en pantalla —informó Sotelo—. ¡Menos de tres minutos!

Pocas veces se molestaba en consultar los indicadores: todo lo confiaba a su veteranía de espaciero curtido. En cien planetizajes, seguramente no se equivocaría  más de dos o tres veces, y eso por fracciones de segundo.

—No me gusta nada esa pelota roja… —opinó, desde el techo al que se mantenía adherido, el Gordo Lopescu.

Huraño y cabeza dura como buen mecánico electrónico, si alguna vez llegaba a hacer cualquier comentario favorable, en la situación que fuese, sus dos compañeros se quedaban mirándolo de hito en hito, boquiabiertos. Pero, por otro lado, no fallaban jamás en llevarle a su vez la contraria.

Era una de las tácitas bases de su sociedad, establecida desde que compraran entre todos aquella espacionave modelo T-005 y se lanzaran a la caza de fortuna por las innúmeras rutas del cosmos. “Una microempresa privada, compacta y confiable”, según rezaba su publicidad. Llevaban bastante tiempo juntos los tres responsables de “JORSOLO, Inc.”, pero la Fortuna con “F” mayúscula se empecinaba en eludirlos sistemáticamente.

—Cuando le aplaudas a algo, Gordo —retrucó Sotelo—,  ahí habrá que cuidarse.

Siguieron cambiando pullas hasta que la seca voz de Jorgensen les puso el alto. Este Jorgensen (primera sílaba de la razón social) era un rubio flaco y huesudo, algo más joven que los otros dos, con aire de estar perpetuamente famélico. 

No se afeitaba tan a menudo como hubiese sido de desear, y la combinación agua/jabón no congeniaba demasiado con su carácter. Pero se le respetaba por ser el único integrante de la firma que podía jactarse de un adiestramiento científico formal. Sotelo se manejaba a base de instinto e insolencia, más toneladas de suerte, y el Gordo era un buen técnico; pero ahí paraba todo.

El abultado cráneo dolicocéfalo de Jorgensen (doctorado en Ciencias Físicas por la Universidad del Suroeste) era el receptáculo de la información “sofisticada”. Nadie pensaba en discutirle sus opciones en los momentos de apuro.

Ahora, sin embargo, se trataba sólo de un planetizaje de rutina, si bien iban a ello sin haberse molestado en recabar el correspondiente permiso de la Federación. En rigor, y ninguno lo ignoraba, no era lícito acercarse a mundos o sistemas no registrados en la Guía General; pero desde luego que los “independientes”, como ellos, solían transgredir la ordenanza. De no hacerlo así, las poderosas Multigalácticas los ahogarían sin remedio.

*****

–A TU LUGAR, Gordo, que entramos en el Campo —ordenó Jorgensen—. ¡Y este nene es bastante más denso que la Madre! Ge y media, por lo menos… ¡Vas a llegar a los doscientos cinco, “beibi”!

Refunfuñando por principio, Lopescu “bajó” hasta su asiento, ubicado detrás del de sus socios. Se ató los cinturones y cerró los ojos.

—¿Otra vez con lo mismo? —lo pinchó Sotelo.

—¡Cábala, viejo, cábala! —repuso el Gordo, apretando una patita de conejo entre dedos rollizos—. ¡Me defeco en tus risitas sobradoras! Lo que me interesa es asegurarme de que no nos estrelles… ¡Menos que nunca contra esa bola sanguinolenta de allí abajo!

Con toda deliberación, Sotelo imprimió un brusco impulso a los controles. Sabía que la crasa humanidad de su compañero resentiría  el manotazo de la inercia, y esa idea lo divertía extraordinariamente.

—¡Bestia! —resolló el Gordo—. ¿Querés hacernos papilla?

—No te angusties. ¡Aun con 2 G rebotás en cualquier terreno, gordito!

—¡Pedazo de un… negro subdesarrollado! ¡En cuanto toquemos suelo firme te voy a…! ¡Ghhh! —el estómago del Gordo le saltó al cuello.

Jorgensen estiró un brazo anguloso para aplicar una sonora palmada a la cabeza del piloto.

—¡Un poco de seriedad, hijos de… la Madre Tierra!

No eran lo que podría llamarse buenos amigos, después de seis terraciclos de vagabundeo espacial. No obstante, un lazo común los hermanaba: todos provenían de la excelsa Madre, tercera fila en el corro del Viejo Amarillo.

La situación se había agravado un poco cuando dejaron la espacionave para encaminarse en dirección de un conjunto de enigmáticas estructuras negras que mostraban claros signos de haber sido erigidas artificialmente… Lopescu, agraviado en su dignidad, se desquitó acomodándole un regio izquierdazo en pleno hígado al negro Sotelo; de no haber intervenido Jorgensen, a empujón riguroso, la cosa habría dege­nerado en pugilato.

Pero el camino era largo, y con G y media el peso de los equipos les doblaba las espaldas. No era cosa de despilfarrar energías; pero no eso no impedía que los dardos verbales arreciasen. 

Tras denigrarle a conciencia toda la legión de familiares y ancestros, Lopescu arremetió contra el factor étnicosocial de Sotelo:

—¡Negro y sudaca tenías que ser!

—¡Preferible a vivir manoseando amuletos, gordo supersticioso!… ¡Noo! —Sotelo hizo aspavientos de fingido terror—. ¡Por favor no vayas a echarme una de esas maldiciones rumanas tuyas, te lo imploro!

—¡Maldito el día en que me asocié con dos sudacas infradotados! —rezongó el Gordo, con la mofletuda faz más roja que las lunas de aquel mundo sin nombre.

Las salpicaduras habían alcanzado al retraído Jorgensen.

—Subdesarrollados y todo —dijo, sarcástico—, ¡bien que supiste venirte para la Surfe cuando en Eurasia llovieron misiles! Y bastante bien que se te recibió, me parece, ¿no?

—Perdón, Jorgensen —se excusó Lopescu—. No lo dije por ofender… ¡Pero es que este negro sinvergüenza  saca de las casillas a cualquiera!

—¡Lo que pasa es que los gordos son muy susceptibles! —lanzó Sotelo.

—¿Y los negros? ¿Me vas a negar que viven a la defensiva, como si todos les…?

Jorgensen resopló, dirigiéndose a las deidades: 

—¿Por qué? Cielos, ¿por qué? ¿Qué hice yo para merecerme a este dúo de inútiles?

Sus voces destempladas irrumpían en el hueco del silencio reinante, como piedras arrojadas a un estanque en calma, en círculos crecientes. De pronto sonó el grito de un abulí, y los tres se quedaron helados en medio del camino.

*****

–¿QUÉ FUE ESO?—Lopescu estaba pálido y le brillaban los ojos oscilantes.

—Algún bicho… —dijo Sotelo, en tono indiferente—. ¿Y qué importa? ¡El fobiano nos dio palabra de que no nos íbamos a topar con ninguna exovida agresiva! ¿No se acuerdan?

—¡Ese fobiano quería encajarnos la concesión a toda costa! —terció Jorgensen—. No tenemos por qué fiarnos de todo lo que nos prometió… ¡Andaba muy apurado de capital, no se olviden! Vos, Sotelo, ¿trajiste el láser?

—Ajá. Y con esto encima, no le tengo miedo a nada —se jactó el moreno—. Claro que —añadió—, yo no cargo con el fardo folclórico de mitos y leyendas que algunos…

La réplica airada de Lopescu no pasó del borde de la garganta. Porque en ese instante ululó otra vez el abulí, muy cerca…, y enseguida lo vieron.

—¡Cara…!—Sotelo empuñó el láser.

—¡Ehhh! —El Gordo pegó un salto ante la brusca aparición de la criatura, que cruzó frente al trío como una flecha sonora.

—¡Abulí, abulí, abulí! —profirió, en tanto sus veinticuatro patas articuladas levantaban frenéticas oleadas de polvo… 

*****

¡QUIETOS!—ordenó Jorgensen—.  ¡Es inofensivo, idiotas!

—¡Pero qué adefesio de bestia! —exclamó Lopescu—.  ¡Nos van a dar pesadillas!

—Interesante —comentó Jorgensen, en tono abstraído—. Mezcla de miriápodo con marsupial… ¡Aunque por la forma de gritar habría jurado que sería una especie de búho, o cosa por el estilo! —Meneó la cabeza—. Está visto que uno nunca puede estar seguro, con estas exovidas…

—¡El tipo aquel dijo bien claro que no vamos a encontrarnos con ninguna fiera! —insistió Sotelo—. ¡Y las ruinas ésas deben tener milenios! Nos podríamos hacer ricos con lo que recojamos… ¿Y un animalucho repulsivo nos va a parar? ¡Les garantizo que a mí no, por lo menos!

Los milenios habían dejado, en efecto, su impronta sobre los oscuros restos arquitectónicos. En la exótica atmósfera del planeta, la pátina del tiempo adquiría matices rojizos, invistiendo a los remanentes de bajorrelieves y esculturas con una indeterminada sugestión de Averno.

—¡Fíjense en esos dibujos! —Sotelo los bañó con la luminosidad azulina de su Portalite—. Bastante realistas, ¿no?

Jorgensen se acuclilló para estudiar el material con su lente de aumento. Guiñaba un ojo mientras emitía su informe preliminar:

—Mmm… Humanoides, sin duda. ¡Y hay mucho! ¡El Instituto de Exoarqueología nos lo va a arrancar de las manos! Lástima no disponer de un equipo como la gente…

—Sí —dijo Sotelo—. Si tuviéramos motoexcavadora…

—Puede haber algún testimonio escrito —observó Jorgensen—; grabaciones, qué sé yo… Pero, bueno…, ¡con esto tenemos para empezar!

Sotelo rebuscó en su mochila. En contados instantes se alistó para tomar las holofotos que Jorgensen iba indicándole, con entusiasmo creciente a medida que se internaban entre las ruinas. Aun Lopescu parecía radiante… ¡Por fin hallaban la mina de oro que tanto les eludiera! Diligente, sostenía un diminuto lápiz grabador, en el que Jorgensen vertía sus doctos comentarios, complemento de las tomas de vídeo que él mismo obtenía mediante una unidad de bolsillo.

—…perfectamente posible formarse una idea bastante acabada de la historia de esta singular exocultura —recitaba el rubio—, extinguida por causas aún no determinadas. 

”Resulta fascinante la amalgama entre un estilo de vida evidentemente naturista y cierta sofisticación tecnológica, fielmente registrada en los bajorrelieves. Debe anotarse, entre paréntesis, que la elocuencia de las imágenes es tal, que casi no se extraña la ausencia de textos escritos, por cuanto la sola lectura de los iconemas permite captar a la perfección el significado de cada escena representada, como asimismo la progresión cronológica expresada en sucesivas hileras de dibujos…

Sotelo disparaba sin pausa destello tras destello de la holocámara, atinando invariablemente con el ángulo de toma más apropiado. El ensamblaje de los tres socios, duchos en el trabajo de equipo, hablaba a las claras de su competencia profesional.

Absortos por completo en su labor, ninguno levantó la vista por encima del nivel de las derruidas edificaciones.

*****

FLOTANDO en las alturas, la fosca silueta de Drak Ul se cernía sobre las activas figuras humanas. Un antiguo anhelo lo estremecía; pero él retardaba deliberada­mente su descenso, a fin de acrecentar su goce inminente con la anticipación del mismo.

—Volver a cumplir con mi destino… —se decía, extático—. De nuevo…, después de tantas y tantas noches, después de tan largo vacío…

El terceto de satélites escarlatas presidía aquel instante mágico. Inaudible, aunque percibida por los nervios y la epidermis, la Música de las Esferas preludiaba la ejecución de un acto surgido en los íntimos arcanos del Universo.

Drak Ul era lo que era; esos hombres venidos de la Tierra habían cruzado miles de años-luz para encontrarse justamente allí, en aquella noche rojo-sangre, bajo las tres lunas; y sin que ni ellos ni Drak Ul tuvieran conciencia de uno u otro factor, el inescrutable Drama  Cósmico determinaba un acto trágico, que habría de consumarse inapelablemente.

Con diestros vaivenes de las amplias alas, Drak Ul inició su espiral descendente.

*****

JORGENSEN se permitió algo de disertación académica:

—Si el Hombre es, como se ha sostenido, la suma de sus conocimientos, sin duda el Hombre crecerá en cuanto asimile el conjunto de estos testimonios. La socorrida tesis de un Cosmos despoblado, erróneamente sustentada por mentalidades de magra proyección, se basa en la esterilidad de los ocho planetas solares que acompañan a la Tierra, más la carencia de vida inteligente en los mundos que han venido explorándose desde el inicio de la Era Sideral. 

”Tal presunción está siendo irremisiblemente abatida ante la afluencia de pruebas como las que presentamos. No es prudente, en efecto, teorizar acerca de un Cosmos del cual no se conoce sino una ínfima fracción…, incluso en tiempos de velocidades ultralumínicas.

Con los ojos chispeantes, hizo una pausa para tomar aliento.

—El Hombre es, también —remató enseguida ante el micro—, la suma de sus ideas preconcebidas y de sus prejuicios.  Si hemos de encontrarnos eventualmente con una exocultura…

—¡¡Cuidado!!

El aullido de Lopescu los paralizó. El pequeño lápiz grabador repiqueteó contra las gastadas losas del pavimento, y el microflash de Sotelo eyectó un espasmo luminoso. 

Sin el más mínimo rumor premonitorio, la velluda forma de Drak Ul se había posado a espaldas de los tres aventureros, siendo casualmente sorprendida por el rumano.

—¡Virgen Santísima! —A Sotelo se le saltaban los ojos.

—¡El Diablo! ¡Es el Diablo! —En el paroxismo del terror, el grueso Lopescu empezó a persignarse una y otra vez, interminablemente.

Jorgensen intervino, con voz tensa:

—¡Quietos los dos! ¡A lo mejor no es peligroso!

Pero cada una de sus células, depositarias de atávicos temores, contradecía a sus razonamientos… Un sudor helado le consteló la frente, se le secó la boca, y el regusto acre de la adrenalina le anegó el paladar.

Calma, pensó. ¡Aún no ha mostrado signos de agresividad!

*****

PERO LAS imágenes de los bajorrelieves, nítidas en su memoria, le repetían sin cesar un llamado de alerta. Un ser como aquél aparecía  entre las figuras, y las actitudes en que se le había representado provocaban los más inquietantes pronósticos.

La criatura, vagamente humanoide, aunque provista de seis miembros (dos de los cuales consistían en amplias alas membranosas, similares a las de los quirópteros de la Tierra), avanzó cautelosa hacia los hombres, enfocándoles constantemente con sus ojos carmesíes. Abrió la boca, y el helado lustre de los colmillos precipitó a Lopescu hacia un paroxismo de terror.

Jorgensen, cuyo intelecto le dotaba de mayor frialdad, notó que la ancha boca se abría y se cerraba según patrones definidos. ¿Articularía el ser algún tipo de lenguaje? Nada se escuchaba, sin embargo, fuera del acezar de los hombres y una que otra ahogada exclamación de miedo.

De súbito brotó un sonido de aquella garganta inhumana:

—¡Drak Ul! ¡Drak Ul!—y ya prácticamente lo tenían encima.

Lopescu cayó de hinojos, sollozando: “¡El Maldito! ¡El chupasangre! ¡Vrolok! ¡Vrolok!”; el moreno latinoamericano, más práctico, escapó a la carrera, con la intención de parapetarse entre las ruinas.

Una mano abierta de Jorgensen, que a duras penas contenía el temblor, se tendió a modo de simbólica barrera ante el alienígena.

—¡P-paz! —barbotó el rubio—. ¡Venimos en paz!

—¡Drak Ul! ¡Drak Ul!

Se enfrentaban, clavado cada cual en su sitio, a contados centímetros uno del otro. Ramalazos de irreprimible repulsión sacudían a Jorgensen, quien temía enloquecer en cualquier instante. ¡Seguramente “eso” debía ser maligno!No lograba advertir la menor traza de humanidad en los ojos alucinantes, y la expresión de aquel rostro —si así cabía llamársele—quedaba oculta tras una impenetrable cortina de vello negriazul.

Sin embargo, ¡y era lo más espantoso de todo!, de alguna forma, algo muy peculiar emanaba del ser: una sensación casi pringosamente tangible de satisfacción de un tipo indescriptible… Jorgensen se esforzó con denuedo para alejar de su mente las horrendas visiones que le asaltaron.

A través de un oscuro instinto, percibió un movimiento a sus espaldas. Sin volverse, gritó, casi en falsete:

—¡No, Sotelo! ¡No tires! ¡No hay motivo todavía!

En una violación deliberada de sus escrúpulos más arraigados, se empeñó en encontrar con sus ojos azules las pupilas siniestras del ente… Hondo, muy hondo, proyectó su sondeo. Y entonces sucedió.

*****

UN EXTRAÑO mecanismo obró en el cerebro de Jorgensen. 

Se le antojó que los movimientos del alienígena, al echársele éste encima, fluían con ritmo exageradamente pausado, como en los holofilmes de entrenamiento para espaciopilotos, en que se reproducían las acciones con meticulosa parsimonia, a fin de que se las pudiese apreciar hasta en sus menores detalles. Al mismo tiempo, los pensamientos del terrícola comenzaron a sucederse con vertiginosa rapidez.

Oh, Dios, ¡no! Se me viene encima…, tal como aparece en los dibujos de los bajorrelieves. ¡Y es real! Pero estas ruinas datan de edades pretéritas… ¡Nada de lo representado aquí puede seguir hoy con vida! A pesar de eso, la abominación se mueve y me echa en la cara su aliento fétido y, ¡oh, Cielos!, en cuestión de segundos su boca buscará mi garganta y sus colmillos… ¡Ahhh! ¡Viejo Lovecraft! ¡Tus antiguas profecías van a materializarse… en mí!    

*****                                        

ENREDADOS en grotesca danza, ambos cuerpos se congelaron, por un instante inenarrable, ante el horror de los otros dos hombres, imposibilitando el disparo del láser que aferraba la mano crispada y sudorosa de Sotelo.

Por fin se doblaron hacia el suelo, el velludo alienígena unido a Jorgensen en quién sabe qué atroz comunión… Lopescu se desplomó, sin conocimiento.

Sotelo, en cambio, logró sobreponerse y no dejó de vigilar, con ojo de halcón. De repente el vampiresco ser se irguió, la saciedad reluciéndole en los ojos de fuego, y la forma desmadejada de Jorgensen, atraída por el suelo del extraño mundo, se desprendió con viscosa pereza de las garras negras.

Los reflejos de Sotelo actuaron con velocidad fulmínea: el rojo haz incandescente del láser surcó el aire, al encuentro del tórax del alienígena, cuando aún el cuerpo de Jorgensen no terminaba su caída.

El sordo rumor de la carne inanimada azotando las losas casi simultaneó al estridente quejido que lanzó la criatura.  Por un momento, Sotelo pensó que le estallaba la cabeza; se repuso, sin embargo, y repitió el disparo. La oscura, odiosa silueta se abatió sobre el yacente Jorgensen, entre espasmódico batir de alas.

Desde lo alto, las tres lunas rojas conferían un tinte espantable a la escena. Sotelo se aventuró fuera de su refugio. Las lágrimas le surcaban el moreno semblante; pero su conciencia no lo registraba.  Por entre el torbellino que era su mente, persistía en  aferrarse con desesperación a su objetivo primordial.

—¡Lopescu! ¡Eh, Gordo!

Se inclinó sobre la obesa anatomía del rumano y lo zarandeó y abofeteó sin piedad, hasta que captó una luz en sus pupilas.

—¡Arriba, desgraciado! ¡Hay que revisar a Jorgensen! ¡Puede estar vivo!

—¿Qué…? ¿El demonio ese se…?

—¡Lo volteé! ¡Pero capaz que fue muy tarde, no sé!

Con exasperado ademán se alejó. Sin ocuparse más del Gordo, corrió junto a Jorgensen. Apretaba los puños hasta lastimárselos, pugnando por dominar el temblor que lo sacudía ante la proximidad del alienígena caído.

Extrayendo ánimos de alguna recóndita reserva, logró por fin liberar a su compañero del espantable yugo que lo aprisionaba. Durante unos momentos, se afanó en descubrir algún signo vital en aquel cuerpo rígido. 

*****

AL CABO,tras maldecir su carencia de adiestramiento médico, debió limitarse a acomodar a Jorgensen como mejor supo, de espaldas sobre un antiguo enlosado, vuelta la cara hacia un cielo enrojecido y hostil…, a millones de años-luz de su sistema natal.

Desde lejos, llegó la voz medrosa de Lopescu:

—¿Está… muerto de veras? ¿Acabaste con él?

—¡No te ensucies los calzones, gordinflón del demonio! ¡Ese pellejo grasiento tuyo no corre más peligro! ¡Es Jorgensen el que me preocupa!

—¿Qué le hizo esa… bestia infernal? ¡Dios Santo! ¿Estará…?

—¿Y cómo querés que lo sepa?¿Me ves pinta de médico?

—Pero…, ¿respira?

—¡Y yo qué sé! ¡Revisalo vos, si querés!

Lopescu ya estaba junto al rubio.

—¡Ahhh! —De repente lanzó un grito agudo—. ¡Demonio! 

—¿Y ahora qué te pasa? ¿Te volviste loco?

El carnoso índice del Gordo se tendía, vibrando en un terror indescriptible, hacia el cuello del caído.

—¡Lo mordió! ¡Lo mordió! ¡Jorgensen está maldito!

******

–¡BASTA, IMBÉCIL!—Sotelo saltó sobre el otro, zamarreándolo con rabia—. ¡Tratá de controlarte, o te deshago!

—¡Vrolok! ¡El chupasangre! ¿No viste los dibujos de las paredes? ¡Dios Bendito!… ¡Va a volver de la muerte para atacarnos! ¡Es la maldición del nosferatu! ¡La maldi…!

La morena diestra de Sotelo cruzó por dos veces el aire, en furibundo arco. Tras los chasquidos, un hilo rojo oscuro resbaló por la papada de Lopescu, que no había atinado siquiera a defenderse. Solo movía los ojos, dilatados por el terror, rebasando casi sus nidos de grasa.

El latinoamericano carraspeó.

—Dis… culpá, Gordo. No quería… ¡Lo que pasa es que estamos con los nervios de punta! (El no tiene la culpa de que lo hayan criado así, un idiota crédulo, atiborrándolo de cuentos de viejas cuando era chico…)¡Pero comprendéme! ¡Hay que evitar a toda costa que nos domine el pánico!

No obtuvo sino una sucesión de asentimientos de cabeza. Sotelo pensó que el Gordo ya había perdido hasta la voz… Pero era la única ayuda con que contaba para enfrentarse a lo desconocido. Con toda la gentileza que logró reunir, lo tomó por un brazo.

—Vení, Gordo…, ayudame a armar el refugio. ¡Ahí adentro vamos a estar más resguardados!

Extrajo de una de las mochilas el reducido atado. Al quitar la tapa de las válvulas se oyó un silbido, y una liviana pero funcional carpa inflable adquirió forma. Su capacidad admitía a los dos hombres, parte del equipo de supervivencia, e incluso al cuerpo de Jorgensen.

Una vez en el interior de aquel ambiente confortable, cálidamente alumbrado por una unidad Permalite, Sotelo se sintió algo más aliviado de su angustia.  Rompió los sellos de un par de envases térmicos de sintcafé, y enseguida el reconfortante sucedáneo humeó deliciosamente. Contenía una sustancia sedante; Sotelo confiaba en que le iba a sentar bien a su compañero.

Este, luego de apurar dos tragos, farfulló:

—¿Seguro que estará…?

—¿El bicho de ahí afuera? ¡Tiene dos brutos agujeros de láser! ¡Ni una ballena aguantaría eso! 

Lopescu meneó nervioso la cabeza, señalando a Jorgensen.

—¡No! ¡Hablo de él! ¿Te parece que…?

—¡Ya te dije que no soy médico, caracho! Ninguno de nosotros sabría decir… —Con el ceño fruncido, se aproximó a la forma inmóvil. No sin escrúpulos, asió la mandíbula para girarle la cabeza hacia un lado. Los dos orificios de la garganta le provocaron un tic de repulsión. Era sorprendente lo poco que habían sangrado—. ¡Qué cosa más rara! —musitó—. No da la impresión de que le hubieran…

******

 APESAR de todo, no conseguía borrarse de la memoria los bajorrelieves. El ente vampiresco saltando sobre uno de los humanoides;  luego una imagen del mismo humanoide, inerte en apariencia (¡igual que Jorgensen!); por fin, el humanoide aquél ¡levantándose del sitio donde yacía, como si regresara de…! Sotelo sacudió con furia la cabeza.

—¡Maldita sea! ¡El Gordo este me sugestionó!… ¡Pero yo no pienso ceder al pánico! ¡No soy un flojo como él!

De súbito le acometió un estremecimiento, y supo que se había puesto aún más pálido que Jorgensen.

¡El cuello de este latió!

Por fortuna estaba de espaldas a Lopescu, de modo que le obstruía la visual con su propio cuerpo. Mordiéndose con fuerza el abultado labio inferior, Sotelo comenzó a volverse hacia el Gordo.

¡Nada de pánico! ¡Nada de fantasías!

—Creo que… Jorgensen vive —murmuró.

******

CON EL BRAZO extendido retrocedió junto a Lopescu, sin apartar la vista de Jorgensen en ningún momento. Sus  dedos oscuros se clavaron en el hombro del otro, que dejó escapar un débil quejido.

En el más absoluto silencio, el torso de Jorgensen había comenzado a erguirse, aunque él aún tenía los ojos cerrados. Sotelo oía el retumbar de su corazón, igual que un rugir de motores MRL; un obstinado raciocinio, empero, le indicaba que aquel sonido debía ser ilusorio… Su  labio superior y su frente exudaron frías perlas, y el aire gimió al precipitarse fuera de sus anchas fosas nasales. Pero se obligó a mantener aferrado el hombro del Gordo, congelándose con él en una unidad  expectante.

Se le contrajeron los protuberantes labios. De pronto se apartaron las comisuras, y una hilera de blanquísimos dientes quedó al descubierto. Incapaz de reprimirse por más tiempo, Sotelo sucumbió a una risita aguda y espasmódica.

¡Jorgensen había abierto ambos ojos, se había agarrado la cabeza, como si quisiera despejarse, y ahora la sacudía! Aquello era bastante tranquilizador, pensó Sotelo. Quizás…

—¿Estás…, estás bien, viejo? —balbució.

La cabeza de Jorgensen, desmelenada, giró para enfrentar a su interlocutor. Los párpados oscilaron un par de veces, hubo un resoplido, una tos, y por fin:

—Yo… ¡No sé! —contestó el rubio, en tono confuso—. Es como si… —y se bamboleó, igual que un borracho.

Sotelo estuvo a su lado en fracciones de segundo. Lo sujetó por los hombros, mientras lo escudriñaba ansioso.

—No te levantes —le pidió—. Quedate sentado un rato más. ¡Todavía estás medio…!

Pero Jorgensen lo apartó de un empujón. Se le cubrió la frente de ondulaciones, y las cejas casi se le unieron. Saltó en pie y levantó ambas manos, abiertas como estrellas de un rosa desvaído.

—Ya recuerdo… —murmuró. Alzó los ojos hacia Sotelo—. ¿Qué…?

—¡Tranquilo, Jor! ¡Está afuera, bien frito!

—¿Cómo? ¿Está… muerto?

—¡Lo cosí con el láser! No te preocu… ¿¿Ehh??

Jorgensen se había precipitado sobre él, poseído de cólera salvaje, y lo aferraba por las ropas como si quisiera arrancárselas.

—¿Muerto? ¿Muerto? ¿Lo mataron? ¡Oh, Dios…, no!

De un empellón violento arrojó a Sotelo contra una de las elásticas paredes del refugio; luego sus manos ascendieron hasta adherirse a su propia cara, que estrujó sin piedad. Por entre los  dedos  se escapó un quejido distorsionado:

—¡No…, no!

******

SOTELO se aproximó a Lopescu. Ahora se sentía más afín al Gordo, unidos ambos en la misma gelatinosa estupefacción. Oían los sollozos de Jorgensen,  y ninguno de los dos conseguía explicárselos.

Jorgensen los miró al fin. Tenía ensombrecidas las pupilas, y una profusión de venillas rojas las circundaba; pero de algún modo Sotelo se dio cuenta de  que  había logrado controlarse. Tras su profunda respiración se escuchó su acento enronquecido:

—¡Cometieron un crimen!

—¿Qué decís? ¿Un…? ¡Pero si él casi te…!

—No merecía morir así, Sotelo. ¡No debiste matarlo!

El sudamericano, enmudecido, lo miraba sin atinar a nada más. La boca le tembló, esforzándose por articular las palabras.

—¡Pero si… estabas en peligro! —barbotó al cabo—. Yo quise…

—¡Vimos cómo te atacó ese demonio! —chilló Lopescu—. ¡Sotelo te salvó! ¡Ese monstruo quería chuparte toda la sangre! ¡Era un…!

Jorgensen estiró los brazos para oprimir un hombro de cada compañero. Se transparentaban fuerza y autoridad en él: los otros callaron y esperaron.

Una sonrisa ácida tironeaba de los ángulos de la boca del científico; pero no separó los labios sino para inquirir:

—¿Cómo lo sabés, Gordo? ¿Cómo sabés lo que era?

—¡Demonio! ¡Drakkul! ¡Vrolok! —Profirió Lopescu—. ¡Eso es lo que era! ¡Sé cómo son! ¡Los conozco!

Jorgensen suspiró, con un meneo de cabeza.

—¿Y vos, Sotelo? ¿Qué sabías vos cuando le disparabas, eh?

—¡Caracho, Jor! ¡Te atacó! ¿Qué esperabas que…?

—No sabían nada. ¡Ninguno de los dos!

******

ALGO HELADO y sombrío comenzó a expandirse dentro de Sotelo; algo que aún no tenía nombre, pero que le infectó con un creciente sentimiento de culpa y también con una oscura variedad de miedo. Como no pudo identificarlo, nada dijo durante algunos instantes; luego, un resorte de rebelde cólera saltó por encima de todos los recelos, y se defendió:

—¡Saber! ¡Saber! ¿Cómo diablos…? ¡Pero si hasta en los mismos dibujos esos se mostraba…!

Jorgensen sacudió una vez más la cabeza. Parecía enfrentado a un par de niños.

—No es lo que se muestra en los dibujos —dijo—, sino lo que vieron los ojos de ustedes. Los ojos terrícolasde  ustedes.

”Escuchen —prosiguió, deteniendo las protestas de los otros dos—.Vinimos a este planeta dispuestos a expoliar todo cuanto pudiéramos de los restos de una civilización extinta. Y en algún momento nos lamentábamos de no disponer de medios que nos permitieran hurgar más a fondo. No había, o no descubríamos, inscripciones grabadas, o antiguas bibliotecas providenciales… Pero como buenos terrícolas del Tercer Milenio, dábamos por hecho que no nos iba a resultar difícil formarnos ideas aceptables, aun en base a la precaria información de que nos proveían las imágenes de los bajorrelieves…

—¡Y claro! —interrumpió Sotelo—. Alguna experiencia tenemos en la cosa, y hasta ahora…

—¡Ah! —exclamó Jorgensen—. ¡Ya salió! La bendita experiencia. ¡Justamente eso es lo malo! Nada censurable habría en sacar deducciones a partir de los testimonios arqueológicos…, siempre y cuando se hiciera con objetividad. ¡Pero ninguno de nosotros, por entonces,  estaba en condiciones de ser verdaderamente objetivo!

—¡Era un demonio chupasangre! ¡Un nosferatu!—se empecinó Lopescu, sin prestar atención a la actitud de Jorgensen—. ¡Podés discutírmelo un año entero, sin que…!

—¡Cerrá la boca de una vez, Gordo! —restalló Sotelo—. ¡Ya me tenés harto con tu cantinela! Dejá que Jorgensen se explique…, ¡por más disparatado que parezca!

Jorgensen volvió a suspirar. Los observó un instante, y después se sentó en el piso, esperando que lo imitaran. Una vez que lo hubieron hecho, él continuó, en tono muy sereno, pero también muy firme:

—No vayan a creer que no los entiendo. Yo mismo, en el fondo, no era muy distinto a ustedes en lo básico… Pero ahora todo cambió…, ¡porque ahora yo sé!

******

“EL NOMBRE de este mundo fue “Gluikki”…, una hermosa palabra de su lengua única, que vendría a significar algo así como “Jardín fragante”…  Y en verdad estaba bien aplicado, al menos si se piensa en las fases finales  de la espléndida cultura que llegó a florecer aquí.

”Eran unas criaturas sabias y bondadosas, que habían aprendido a convivir en verdadera libertad, sin permitir que los avances tecnológicos ahogasen a la prístina sensibilidad estética, imbuida en ellos al cabo de cientos de generaciones regidas por la paz y el entendimiento mutuo… Llegó un día, no obstante, en que los inescrutables designios de algún Poder supremo dispusieron que esta admirable civilización desapare­ciese. Sin el tormento de la agonía cósmica, sino tan dulcemente como viviera…, igual que el perfume de algunas flores se desvanece cuando se pone el sol.  

Jorgensen expelió aire, aliviando a un tiempo pulmones y garganta. En lo profundo de su mente se operaba insólita avalancha: gris sobre rojo, negro contra azul…, la ironía de un trágico e inevitable encuentro al extremo final de un arco extendido a través de miles de años-luz.

—Ese desventurado ser que quedó tendido afuera —siguió diciendo—, había conse­guido sobrevivir durante eternidades al peso de una soledad aterradora. Aguardaba en vano el retorno de una raza perdida…, una raza de la cual había sido complemento, siendo a su vez complementado por ella, como las aguas lo son con  la tierra y el día con la noche.

”Si pudiéramos practicar una autopsia del cadáver… Pero, ¡qué digo! Ya debe ser tarde: el proceso de descomposición estará seguramente en sus etapas finales… Quizás ni siquiera queden cenizas ya. ¡No es como nosotros!¿Se dan cuenta? ¿Les cabe en la cabeza? ¡Nada de lo que hay en este mundo tiene nada que ver con lo que ustedes o yo conocíamos!

”Nos atrevimos a salir Afuera; dejamos atrás la atmósfera terrestre, pero ese antro­po­centrismoincurable que llevamos dentro se nos quedó pegado. ¡Oh, por todos los Cielos! Alguna vez creímos que la Madre era el ombligo del Universo; nos costó centu­rias llegar a admitir que ni siquiera habitamos en los suburbios de una galaxia perdida entre miríadas de otras similares… Pero hasta ahí llegamos. La Madre podía no ser el centro; aceptado. Pero ¡por Dios que el excelso Homo Sapiens sí lo era!

”Los cráteres de la Luna, Marte, Mercurio, etcétera; la estéril desolación de un Sistema completo, incluso nuestros pininos algo más Afuera, casi nos convencieron: éramos únicos, estábamos solos. ¿Y cómo podría ser de otro modo? Imágenes y seme­janzas del Creador (por supuesto que antropomórfico también El), el Cosmos era propiedad nuestra, y fabricado, ¡oh, Cristo!, a nuestra hechura y conveniencia… Un territorio más para arrasar a capricho, reiterando nuestros esquemas ad infinitum. ¡Oh…, sensacional! 

****

LA RISA de Jorgensen viboreó en los oídos de sus compañeros. Era acre y sapiente: ellos no comprendían aún del todo, pero un nebuloso instinto los inhibía de interrumpir.

—Si fuese posible, ahora, observar por dentro la cabeza de… él —recomenzó Jorgensen—, por medio de un videoscanner, constataríamos un hecho sorprendente: los colmillos están huecos

—¿Eh? —barbotó Sotelo—. ¿Cómo…, huecos?

—Hay unos canales que los conectan directamente con la masa encefálica…, ¡y esa masa encefálica, fíjense, no es como las masas encefálicas que conocemos!

”Sería demasiado complicado de explicar en detalle; pero, a grandes rasgos, sus procesos mentales pueden describirse como tangibles y fluidos. ¡El puede…, podía, literalmente, transferirlos! No como lo haríamos los humanos, por medio de las artes o de la literatura; no, sino en forma directa y concreta.

”Su memoria se condensa en psicolinfa —no encuentro, por el momento, un término más apropiado, aunque su lengua desde luego lo tiene—; y es una necesidad vital para él…, lo fue, ofrendarla a otros seres… Su “mordisco” la introduce en la corriente sanguínea, sobreviene un letargo, y luego uno se encuentra enriquecido con un conoci­miento que jamás tuvo antes.

”Así perviven la cultura, las tradiciones, la historia de esa gente singular. Así es como yo, ahora, disfruto del regalo más generoso que una raza puede brindarle a otra: se me obsequió la Historia viva de un mundo. ¡Y el pago por ese don inestimable fue la muerte violenta!

Lopescu parpadeaba, con la boca entreabierta, como pez que se ahoga fuera de la charca. Sotelo lanzó un salivazo.

—¡Maldita sea! —gruñó roncamente.

*****

–LO MÁS TRISTE del caso —añadió Jorgensen, en tono abatido—, es que Drak Ul era casi único en el Cosmos. El y unos pocos más son fruto de la Urdimbre Primigenia, por así llamarla: un puñado de longevos individuos dotados de una facultad maravillosa, desperdigados a lo ancho del Universo y a lo largo de la Eternidad, con el único cometido de… servir. 

”Y sirvieron, y se les amó y se les reverenció por ello. Y se les acogió con muestras de alegría y de gratitud, dondequiera que estuviesen, por ser lo que eran y por hacer lo que hacían. Hasta que, para su desgracia, uno de ellos se encontró con el Hombre.

”Ya es inútil lamentarse. El hecho está irremediablemente consumado. Inútil, también, ponerse a buscar culpas… Quizás debió pasar todo tal como pasó, a fin de que de una buena vez nos decidamos a crecer.

Jorgensen posó las manos sobre sus dos amigos. Ellos captaron todo el calor, toda la comprensión, y todos se sintieron plenamente unidos por  primera vez desde que se conocieran.

El grito del abulí onduló lentamente, ascendiendo al encuentro de las lunas bermejas, ya casi al cabo de su viaje hacia el fondo del horizonte. A ras del suelo, la pequeña tienda terrícola  era un reducto aislado y extraño en medio del  fantástico paisaje rojo. Solpló la brisa que preludiaba al amanecer, y las cenizas de Drak Ul se dispersaron.

—Algo positivo quedó, a pesar de todo —meditó Jorgensen, con afecto—. Somos  depositarios de una preciosa información; con nosotros vendrá, de vuelta a la Madre. Gracias a Drak Ul…, un amigo.

Sus ojos resplandecieron. Sotelo y el Gordo, bajo el calor sedante de esa mirada azul, sonrieron sin notarlo.

—¿Saben cómo se traduce esa exclamación suya —musitó Jorgensen—, ese “¡Drak Ul!”que nos causaba tanto miedo? ¡Nada tiene que ver con el “Drakkul” rumano; no se refiere a demonios ni a vampiros!

”En su lengua tan solo significa: “Para ti”.

Nota

El presente relato fue publicado en Revista “Aventurama” Nº 13 (Argentina, papel, 1/7/2009) / Revista “Planetas Prohibidos” Nº 7 (España, digital, 1/11/2013); Antología “Ruido Blanco 6” (Uruguay, papel, mayo 2018).

Foto: Imagen de PIRO4D en Pixabay

Carlos Federici

Montevideo, Uruguay, 1941.
Escritor profesional desde 1961. Publicaciones en revis­tas nacio­nales, americanas y europeas, desde la legendaria “Nueva Dimensión” hasta las más recientes “Próxima” y “Planetas Prohibidos”. Traducido a varias len­guas. Participé en antolo­gías internaciona­les, entre ellas “Lo Mejor de la Cien­cia Ficción Latinoamericana”, “The Penguin World Omnibus of Science Fic­tion”, “Tales from the Planet Earth” y “El Futuro es Ahora”. Tengo 12 libros publicados. También incursioné en la Historieta, como dibu­jan­te y guionista. Se me otorgaron diversos premios en certámenes nacionales e internacionales.

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